Como una Casa en el Árbol

Solaris, Santa Ana, San José de Costa Rica.

Hay casas que se funden con su entorno de una manera tan íntima, que parecen haber brotado de la tierra misma.

La casa del video que compartí recientemente es uno de esos raros milagros: una construcción impecablemente cuidada, en la que cada detalle ha sido respetado, preservado, casi acariciado con el paso del tiempo.

Su estado de conservación es sorprendente. Nada chirría, nada parece fuera de lugar. Y sin embargo, no hay rigidez, ni perfección estéril. Lo que hay es una armonía profunda, una calma que emana de sus materiales nobles, de sus proporciones humanas, de su relación con el paisaje.

Pero lo que más me conmovió fue su conexión con el árbol que la abraza desde el lindero. Las ramas se cuelan por las ventanas como viejos amigos, la sombra se derrama en el interior como si formara parte del mobiliario.

Es una casa en la que uno podría vivir suspendido —no en el aire, sino en el tiempo— como en aquellas casas en los árboles de la infancia, pero ahora desde la madurez, desde el gozo de lo esencial.

Una casa que no solo se habita, sino que acompaña.

Y me hizo recordar momentos vividos en Madrid, en rincones donde el silencio también tenía presencia física, donde los árboles parecían parte de la arquitectura, y la arquitectura parte de uno mismo.

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